Defendía Borges, con su tono de
voz calmado y porteño, que no concebía que se escribiera sin emoción.
Hacerlo convertía a la literatura en un simple y frío juego de palabras.
Los detractores del fútbol, carentes de todo sentimiento hacia este
deporte, suelen pecar de simplistas al desproveerlo de inflexiones
afectivas en su desprecio a todo lo que significa. Porque intentar
explicar lo que sucede en torno a un partido de fútbol sin conceder a
cada jugada, cada polémica o cada gol, la carga emotiva que los
aficionados gestan y propagan con el fervor casi religioso con el que lo
hacen es como observar la actuación de un mago tratando de encontrar el
truco. Ni te permites disfrutar del espectáculo, ni consigues entender
el efecto.
El Almería preparaba el
encuentro con el que iba a cerrar el año 2014 contra el Celta de Vigo
cuando su portero titular se lesionó y saltaron las alarmas. Los
tremendistas acudieron con urgencia a la petición de refuerzos,
comenzando por la portería, mientras que los agoreros veían en el
infortunio de nuestro cancerbero una señal inequívoca para bajar los
brazos definitivamente. Pero el azar, con su estilo caprichoso, quiso
conceder el protagonismo a Julián Cuesta, el joven portero granadino que
sólo contaba para esos minutos incómodos con los que la Copa del Rey
parece incordiar la planificación invernal de los equipos en las rondas
alejadas de la final. Y es que Julián se transformó en el galán de la
película del último partido del año con sus tres meritorias paradas,
incluido un penalti.
Entonces, no sólo los
tremendistas y los agoreros se desdijeron, sino que también los
optimistas y los oportunistas se agarraron a la figura de Julián para
blandir la clasificación, como la hoja de una espada de acero, y mostrar
al mundo la realidad fría que sus emociones transforman en la razón que
en el nuevo año les llevará otra vez al estadio, y es que el equipo está
fuera del descenso y que ha decidido seguir luchando.
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