En el último partido disputado
en el Estadio de los Juegos Mediterráneos se enfrentó el peor equipo local (el
Almería) al peor equipo visitante (la Real Sociedad), y ninguno se atrevió a
romper el sortilegio que, a pesar de la estadística negativa, les mantiene
fuera de los puestos de descenso. Así, después del partido, ambos mantuvieron
su condición adversa y continuaron siendo los últimos en los cómputos
parciales. Pero no nos engañemos; aunque el encuentro arrojó un resultado neutro,
el partido fue entretenido. Hubo goles –que al fin y al cabo son el aderezo de
este deporte–, hubo polémicas –que hacen más lenta y agradable la digestión de
cada partido– y hubo un héroe.
Porque cuando Thievy –ese delantero de cresta desafiante
y modales descuidados– pasó el balón a Hemed
para que éste hiciera el segundo gol del Almería, la afición ya lo había
encumbrado y lo aupaba con su ánimo. Y fue así porque se inventó un penalti que
Verza convirtió en la primera
ventaja del partido, porque caminó con destreza por la línea de fondo sentando
por el camino a cuantos defensas donostiarras le salían al paso en la jugada
del gol del delantero israelí y porque parecía el único con un punch definitivo.
Por eso y porque la afición anda
necesitada de héroes. Pero no héroes en el sentido mitológico o épico del
término, sino a esos héroes identificados con una causa, símbolo de un objetivo
y blasón de un equipo. También es cierto que, aunque el último partido del
congoleño lo elevara a los más considerados altares de la parroquia almeriense,
me temo que su estancia en ese lugar será bastante efímera. Y es que desde que José Ortiz, el Gran Capitán, decidiera
dejar la práctica del fútbol, la afición se haya huérfana de sentimientos que
la conecten a sus jugadores. Porque él encarnaba el espíritu del equipo y
porque su entrega, su juego y su devoción eran entendidos, respetados y
admirados por todos y cada uno de los seguidores rojiblancos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario